¡Una de calamares! (Publicado en Alenarterevista)

«Y encontré una sucursal del Banco Hispano Americano»… Si se pudiera, cantaría aquí esta estrofa del famoso vals de Joaquín Sabina.

Por suerte o por desgracia, creo que más bien lo primero, he nacido en Madrid. Es más, he nacido en el centro centro de Madrid. Será «deformación matritense» por llamarlo de alguna manera, pero para mí vivir en Madrid desde siempre ha sido eso, vivir en el centro de Madrid. Salir a la calle y pasar por la Gran Vía como el que está pasando por el pasillo de su casa de habitación en habitación. Entiendo y reconozco que tienen razón los que opinan que vivir en el centro de una gran ciudad tiene bastantes inconvenientes y resulta, en muchas ocasiones, bastante incómodo. Es verdad. Pero Madrid, Madrid, lo que se dice Madrid, para mí siempre ha sido eso: bullicio, coches, atascos, cines, tiendas, las luces de neón de los anuncios, las entradas al Metro en sus esquinas. ¡Y como no! Sus cervecerías y cafeterías de toda la vida.

No voy a descubrir ahora que Madrid siempre ha tenido un algo especial. No se si un «olor» como Sevilla, pero si, un color, un pulso… al menos así lo he sentido siempre. Y así lo he disfrutado.  Hasta hace relativamente poco tiempo podía recorrer con la imaginación la acera izquierda y derecha de la Gran Vía e ir diciendo lo que había en ellas sin miedo a equivocarme. Encontrar una cara amiga en la cafetería más abarrotada y que no te preguntaran cómo querías el café, y te pusieran directamente la leche fría, o la tostada bien «pasadita» era un privilegio.

Y digo bien «era», porque cada día reconozco menos al Madrid que siempre he sentido muy mío. Siento no participar de las delicias de esas cafeterías de puertas abiertas, en las que el café «te lo llevas puesto», en lugar de disfrutarlo tranquilamente sentado frente a un amigo. Siento encontrar más encanto en escuchar las mil y una manera diferentes de pedir un café en Madrid, que recogió el recordado Luís Carandell: café sólo, cortado, con leche, con leche corto de café, en vaso… y podría seguir y seguir, que descifrar qué sorpresa encierran un montón de nombres exóticos.

Así, he recorrido estos días mi barrio con ojos de paseante y me he dado cuenta de que poco a poco esta siendo una zona más de una ciudad más de un mundo dónde en lugar de buscar el encanto de las diferencias, se promueve el uniformismo del mundo de las franquicias.  Es igual estar en Madrid, Los Ángeles, Londres o París. Siempre vamos a pedir una «…» Maxi, con Bacon y doble de queso…Con la aventura que suponía pedir al azar y esperar descubrir que había detrás de ese nombre que nos parecía tremendamente sugerente.

Y hoy, casi casi con la lágrima puesta, me he tenido que conformar con mirar fijamente un móvil 3G, con cámara de 3 mega píxeles, videoconferencia y bluetooth, mientras recordaba los bocadillos de calamares que no hace mucho me decían, chorreantes de grasilla «cómeme, cómeme», tras el mismo cristal.

Madrid, cualquier día…

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