Tras el espejo

Un año más… una temporada más y otra vez el juego repetido de “bajo o subo al trastero a sacar la ropa de invierno” . Otra vez la consabida depresión al comprobar que aquella falda que te encanta tiene serias dificultades para subir la cremallera. Por no hablar del pantalón del que pensaste: “mejor no lo estreno y lo tengo nuevo para el año que viene”. Error, grave error. Eso sólo lleva a que la “depre” post verano sea más “depre” que nunca al comprobar que no sólo has engordado sino que, además, eres tonta por guardar las cosas sin estrenar, esperando “ese” momento especial que… bueno, no siempre llega.

Este año llevaba el mismo camino: trastero lleno, maletas atiborradas y cajas y cajas por revisar hasta que, cansada ya de subir y bajar, me encuentro una carpeta vieja, descolorida, de esas con dos gomas a punto de estallar y empapelar el suelo lleno de trastos. Era la vieja carpeta de mis viejos escritos, esos que he ido dejando en servilletas de bar, cuadernillos de los que encontramos en las mesillas de los hoteles, folios arrugados, etc. etc.

Sin duda, revisar esas hojas escritas con tinta azul turquesa o negra ha sido encontrarme de nuevo con mis fantasmas, temores, sueños violetas y días de grafito y miel.

El dolor y el desencanto. Aquellos olores que me siguen llevando a mi infancia, el amor, la rutina, hombres y mujeres… tanta vida en unos pocos folios.

Me he reencontrado con el espejo mágico, el único que refleja la verdad. Aquella historia empezaba así:

“En un país muy lejano, había un rey que tenía una hija a la que adoraba. La niña creció entre mimos y cuidados. En sus cumpleaños, la niña podía pedir un regalo por extraño que fuese con la seguridad de que siempre iba a tener aquello que pidiera.

Siempre el mismo ritual. El rey escondía algo en su dormitorio. La niña entraba sigilosamente y buscaba y buscaba hasta encontrar el regalo deseado.

Pasaron los años. La niña era ya casi una adolescente y la fecha de su cumpleaños se acercaba. Su padre el Rey, dispuesto a conseguir aquello que su hija le pidiese, le preguntó qué soñaba para ese día.

– Encontrar la felicidad. Eso es lo que quiero que me concedas.

El pobre rey quedó completamente abatido… Pidió consejo a los sabios del lugar pensando que quizá ellos tuvieran una solución a su problema, un conjuro, tal vez, que permitiese a su hija ser feliz para siempre. El más anciano de ellos, un sabio centenario, se acercó al rey y le dijo:

– Tengo el mejor regalo para tu hija. Y sacó de un viejo baúl un espejo roto y algo descascarillado.

El rey, que respetaba a aquel anciano, no quiso desairarle, tomó aquel espejo y lo dejó descuidadamente en un rincón de su habitación. Preocupado y cansado de buscar, el rey quedó profundamente dormido.

Despertó con los agritos alborozados de su hija:

– Es precioso papá… ¡¡me has regalado un espejo mágico!!

¿Encontró mi princesa la felicidad? La historia continúa, aunque, bien pensado, realmente  podría acabar aquí…

Otoño 2008

O cualquier otro otoño

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