Según el día

Bajo Tierra I

Parecía estar pegado al suelo con goma de contacto. Era como esas construcciones que todos hemos hecho de niños: Una calle, sus casas, un banco en la acera, las farolas. Puesta ahí, justo al lado del kiosco de periódicos, estaba aquella especie de máquina del tiempo. Cristales circulares, tejado metálico y una pequeña puerta girando sobre su propio eje.

Me pareció atractivo. Me quedé ante aquel artefacto, presioné uno de sus botones y me encontré bajando al fondo de la tierra. En unos segundos estaba en mitad de un vestíbulo abarrotado. El espacio era agradable. La gente entraba en pequeños bares repletos de olorosos pasteles que chorreaban chocolate caliente.

Recorrí uno de sus pasillos. Entré en varias tiendas. Compré algún regalo y llegué hasta el andén justo a tiempo de subir al moderno vagón. Una pantalla de televisión iba dando pequeñas pinceladas de noticias del día. Casi todos los pasajeros leían libros o periódicos. Un grupo de artistas ambulantes cantaba canciones de siempre, esas que nos arrancan una cálida sonrisa al volver a escucharlas. Parecía que el tiempo se había detenido y que estaba en un tranquilo oasis bajo el molesto ajetreo de la ciudad.

Bajo Tierra II

Como cada día, aquella inmensa escalera se tragaba cientos de personas en tan sólo algunos minutos. Era como la inmensa boca abierta de un moderno dragón. Se tragaba cuerpos y almas de una sola tacada.

Las brillantes escaleras mecánicas se me antojaban una inmensa dentadura que llevaba lentamente los cuerpos hasta los pasillos que los deglutían sin parar. Carne contra carne, conciencias contra conciencias. Un viaje a través de un espacio desconocido.

Aquéllos intestinos seguían transportando materia humana. Me preguntaba si todos saldrían, si alguno se quedaría atrapado entre sus dientes o sus recovecos. ¿Serían los mismos o serían otros los que devolviera en su imparable regurgitar? Iba de una a otra salida intentando, sin éxito, encontrar una cara conocida.

Son las 8:30. Voy hacia el trabajo. Camino pegado a las paredes de las casas, evitando las múltiples bocas del monstruo sin cabeza. Su apetito es insaciable.

3 de enero de 2003

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